HABLEMOS DE AMOR

Por Gaspar Hernandez Caamaño

AMAR AL NIÑO QUE SOMOS TODOS

Será que los humanos podemos olvidar nuestra infancia. Sepultarla como hacen los gatos con su propia «caca»?. Y me lo pregunto en este abril donde, por calendario, se celebra El Día De Los Niños. Y obvio De Las Niñas. Y dan regalos. Pudines. Helados. Besos y Abrazos. Hacen fiestas y algunos hasta celebran misas y hasta de rodillas, los feligreses, piden felicidad para los niños y niñas en su día. Pero en este país eso es hipocresía. Por qué?

Porque ningún juez, doméstico o de despacho, les garantiza a nuestros niños sus derechos humanos fundamentales, algunos ni saben que los niños tienen derechos y que éstos, los derechos, no son de los padres quienes solo tienen obligaciones. Quienes las incumplen sistemáticamente, para mí, deberían estar en la cárcel.

En su bello libro sobre LA VIDA HUMANA, André Comte-Sponville dice: “¿Niño? ¿Niña? La diferencia, al nacer, no es en absoluto espectacular. Lo irá siendo poco a poco, y por cultura, según toda probabilidad, tanto como por naturaleza. Los niñas, nos enseñan los psicopedagogos, hablan antes y mejor. Están del lado de la palabra, de la relación, de la intersubjetividad: están inmersas en el lenguaje o en la humanidad como pez en el agua. Los niños se mueven mejor con los objetos, que manipulan mejor. Están del lado del mundo, de la acción, de la objetividad. No es más que una tendencia general, que conoce muchas excepciones, y provisional, que habrá que superar. Los niños tendrán que aprender también a hablar, a escuchar, a comprender;  las niñas, a actuar y a explicar: la humanidad es una, a pesar de su dualidad, o más bien gracias a ella. Sin embargo, nadie podrá  negarme que las niñas presentan una gran ventaja, muy pronto, en todo lo que concierne a la vida afectiva y relacional. Jugar con muñeca o con un coche no es lo mismo. Imitar la maternidad o la guerra no es lo mismo. ¿Pulsión de vida? ¡Pulsión de muerte? No es más que una mitología como otra cualquiera, reconocía Freud, pero que me resulta más clara que el Olimpo o el Génesis. Que todos, hombres y mujeres, estamos en relación con estas dos pulsiones está bien claro. Aunque no forzosamente en el mismo orden o en las mismas proporciones. El cuerpo no es el mismo. Las hormonas no son las mismas. La educación no es la misma. De todas formas, los niños no lo saben, o bien eso no es para ellos más que otro misterio que nunca acabarán de explorar.

Periodo de latencia, dice Freud: el de la sexualidad implícita, casi dormida, casi olvidada. No la despertemos demasiado pronto. El cuerpo no está preparado. El alma no está preparada. ¿Pureza? ¿Inocencia? Son palabras de adultos. Para el niño se trata más bien de cierto silencio, una cierta distancia que hay que respetar. Quizás es lo que llamamos pudor, y los niños son púdicos, casi todos y casi siempre. Son menos ingenuos de lo que cree, o de lo que hacen ver que son. Saben, aunque confusamente, de donde viene el peligro. Se preparan para ello, se protegen como pueden, contra los demás, contra ellos mismos. Nuestra sociedad, que les bombardea con sexo y violencia, no les facilita la tarea. Mayor motivo para protegerles más”. (Pag. 49 y 50).

Así las cosas un niño no es poca cosa como para no entender que sin niñez feliz no habrá adultez y felicidad. Sigo pensando que los niños no son el futuro son el presente. Por un presente seguro. Dichoso. Colombia debe volcarse sobre sus niños, que somos todos, y hacerlos de verdad felices. Ese es mi mensaje para la política del postconflicto. Sin niños felices no habrá paz. Ni duradera ni entera. Háganme caso.

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