Por: JIBS
La historia está plagada de capítulos oscuros donde la fuerza bruta impone su voluntad sobre los pueblos indefensos. Pero hay algo especialmente macabro en la idea de despojar a una nación de su tierra, arrancarla de sus raíces y justificarlo bajo el manto de la «seguridad nacional». Donald Trump y Benjamín Netanyahu, dos líderes unidos por la conveniencia política, pretenden hacer exactamente eso con Palestina: borrar su presencia en Gaza y empujar a su gente hacia el exilio forzado.
«Trump y Netanyahu: el cinismo en su máxima expresión»
Trump, siempre el estratega del caos, vuelve a demostrar que su brújula moral está dirigida únicamente por sus intereses políticos. Al respaldar el desplazamiento de los palestinos, no solo busca complacer a su base ultraconservadora en EE.UU., sino también consolidar su influencia sobre el tablero geopolítico. Su lema de «America First» siempre ha sido un eufemismo para «el mundo que se doblegue».
Por otro lado, Netanyahu ve en esta jugada la oportunidad de culminar su proyecto de una Israel sin palestinos, un sueño que se ha venido materializando desde la Nakba de 1948. Para él, cada niño, mujer y anciano palestino desplazado es un paso más hacia su idea de «seguridad», aunque el precio sea el sufrimiento de millones.
«¿Y a dónde se supone que irán los palestinos?»
Aquí radica la brutalidad del plan: no hay un destino claro, solo el abismo del exilio. Se habla de Egipto, de Jordania, de cualquier lugar que no sea Gaza. Pero la pregunta es ineludible: ¿tienen derecho Trump y Netanyahu a decidir el futuro de un pueblo entero? ¿En qué momento la comunidad internacional se acostumbró a ver a los palestinos como fichas descartables en un tablero de ajedrez?
Este no es solo un tema político, es un drama humano. Es la historia de familias separadas, de niños que han vivido más bombardeos que días de paz, de generaciones enteras condenadas a la incertidumbre y el desarraigo. No se trata de cifras, sino de vidas.
«La hipocresía de Occidente y el silencio de América Latina»
Occidente, siempre listo para dictar lecciones de democracia y derechos humanos, se debate entre la complicidad y la indiferencia. A lo sumo, lanzan tibias condenas, sin ninguna acción concreta. ¿Cómo se puede hablar de un «orden internacional basado en reglas» cuando esas reglas solo aplican para los débiles?
Y América Latina, con su historial de resistencia y lucha contra la opresión, ¿seguirá callada? Este es el momento de tomar postura, de levantar la voz ante un atropello que marcará la historia. No podemos permitir que el destino de Palestina se decida en una oficina en Washington o Tel Aviv, sin la más mínima consideración por su gente.
«Una reflexión necesaria»
Este no es solo un conflicto lejano, es un reflejo de cómo el poder sigue funcionando en el mundo. Hoy es Gaza, mañana podría ser cualquier otra nación incómoda para las élites globales.
Si el siglo XXI va a ser testigo de otra limpieza étnica disfrazada de «seguridad», entonces el futuro de la humanidad está condenado a repetir sus peores errores.
La pregunta es: ¿vamos a ser cómplices con nuestro silencio o vamos a resistir con nuestra voz?