Por Jaime Ivan Borrero Samper
Réplica a las “consideraciones jurídicas” sobre la designación rectoral en la Universidad del Atlántico.
En las horas críticas de la historia universitaria no basta con hablar alto; es necesario hablar con rigor. Y sobre todo, con coherencia.
Circula por redes un video titulado “Consideraciones jurídicas acerca del proceso de designación de rector 2025, 2029”, en el que un ciudadano , antiguo defensor de la dignidad universitaria y hoy fervoroso escudero del statu quo, pretende clausurar el debate apelando a una mezcla de formalismo jurídico, descalificación política y lecturas selectivas del Estatuto.
Conviene, entonces, poner algunas cosas en su justo lugar.
«1. Presunción de inocencia: una verdad a medias no es verdad»
Nadie ha negado , ni podría hacerlo, la presunción de inocencia.
Pero usarla como muralla argumentativa para impedir todo control ético, político y administrativo es una falacia conocida.
La discusión no es penal.
No se trata de condenar personas, sino de examinar actos administrativos, sus motivaciones, la veracidad de la información aportada y la inducción en error de la autoridad.
Confundir deliberadamente: responsabilidad penal con control de legalidad y moralidad administrativa no es ignorancia. Es estrategia.
La moralidad administrativa , principio constitucional, no exige sentencia penal, exige transparencia, buena fe y correspondencia entre los hechos y el acto. Pretender lo contrario es vaciar de contenido el artículo 209 de la Constitución.
2. «Investigaciones no inhabilitan, pero la mentira sí invalida actos»
Es cierto: estar investigado no genera inhabilidad automática. Nadie lo ha sostenido.
Lo que sí invalida un acto administrativo es algo distinto y más grave: que se funde en hechos falsos o inexactos.
Cuando una designación se apoya en certificaciones contradictorias, versiones cambiantes o experiencias infladas, el problema no es penal, es administrativo: falsa motivación e inducción en error. Eso no lo decide un juez penal. Lo examina el juez administrativo.
Reducir todo a “si no hay condena, no pasa nada” es una simplificación interesada que sirve más para blindar personas que para proteger instituciones.
3. «El bloqueo universitario: cuando el lenguaje revela la intención»
Hablar de “rapto”, “secuestro”, “44 gatos” y “comités de aplauso” no es análisis político: es estigmatización.
Curiosamente, quien hoy descalifica toda protesta como “vía de hecho”, ayer defendía la movilización universitaria como expresión legítima del disenso.
La diferencia no es jurídica. Es de bando.
Cuando la protesta incomoda al poder que se defiende, deja de ser “expresión democrática” y pasa a ser “chantaje”.
Ese giro no es académico: es oportunismo discursivo.
4. Calidades, requisitos y la trampa de la lectura conveniente
Se insiste en que el Estatuto habla de “calidades” y no de “requisitos”, como si eso resolviera el debate.
No lo hace. Porque incluso las calidades deben: existir realmente, estar acreditadas de forma veraz y ser evaluadas sin engaño.
El problema no es semántico. Es probatorio.
Decir “cumple” no reemplaza la obligación de demostrar cómo y con qué soporte. Y menos aún cuando los documentos aportados no dicen lo mismo en distintos momentos.
La autonomía universitaria no es patente de corso.
Es responsabilidad reforzada.
5. La experiencia como representante: cuando el argumento se estira hasta romperse
Sostener que toda participación en un Consejo Superior equivale automáticamente a “cargo directivo” con experiencia administrativa suficiente es, como mínimo, una interpretación extensiva interesada.
Si ese criterio se aceptara sin matices, casi cualquier consejero universitario sería rector en potencia, sin importar la naturaleza real de sus funciones.
La experiencia administrativa no se presume: se acredita, se describe y se verifica.
Lo demás es retórica.
6. De la autonomía universitaria al blindaje del poder
Invocar la autonomía universitaria para cerrar el debate es otra paradoja.
La autonomía: no protege errores, no blinda falsedades, no convierte decisiones cuestionadas en verdades sagradas.
La autonomía se defiende corrigiendo, no negando.
Cuando se usa para silenciar, deja de ser autonomía y se convierte en autocomplacencia institucional.
7. Un cierre inevitable
Hay algo que resulta imposible ignorar:
quien hoy acusa a otros de “narrativas falaces” y “monstruos mediáticos”, antes denunciaba con igual vehemencia los mismos vicios que hoy relativiza.
Ese cambio no se explica por nuevas pruebas.
Se explica por nuevas lealtades.
Y eso, más que un problema jurídico, es un problema ético.
La universidad no necesita más defensores del formalismo vacío.
Necesita voces capaces de decir, incluso cuando incomoda, que la legalidad sin verdad es solo apariencia, y que la estabilidad construida sobre el engaño no es gobernabilidad, es postergación del conflicto.
La historia universitaria suele ser lenta, pero es implacable con quienes confunden la ley con la coartada y la autonomía con el silencio.
